Al señor Palomar le hace padecer mucho su dificultad de relacionarse con el prójimo. Envidia a las personas que tienen el don de encontrar siempre la cosa justa que decir, el modo justo de dirigirse a cada uno; que se sienten cómodas con quien quiera que se encuentren y ponen cómodos a los demás; que moviéndose con ligereza entre las gentes perciben en seguida cuándo deben defenderse y tomar sus distancia y cuándo suscitar simpatía y confianza; que dan lo mejor de sí en la relación con los demás e incitan a los demás a dar lo mejor de sí; que saben de inmediato cómo valorar una persona en relación con ellos y en términos absolutos.
Esas dotes -piensa el señor Palomar con la nostalgia de quien no las tiene- son concedidas a quienes viven en armonía con el mundo. Para ellos es natural establecer un acuerdo no sólo con las personas, sino también con las cosas, con los lugares, las situaciones, las ocasiones, con el deslizarse de las constelaciones en el firmamento, con el aglutinarse de los átomos en las moléculas. Ese alud de acontecimientos simultáneos que llamamos universo no arrolla al afortunado que sabe escurrirse por los más minúsculos intersticios entre las infinitas combinaciones, permutaciones y cadenas de consecuencias, evitando las trayectorias de los meteoritos asesinos e interceptando al vuelo sólo los rayos benéficos. Al amigo del universo, el universo le es amigo. ¡Ojalá -suspira Palomas- pudiera yo también ser así!
Decide tratar de imitarlos. Todos sus esfuerzos de ahora en adelante, tenderán a lograr una armonía tanto con el género humano próximo a él como con la espiral más lejanda del sistema de las galaxias. Para comenzar, dado que con su prójimo tiene demasiados problemas, Palomar tratará de mejorar sus relaciones con el universo. Aleja y reduce al mínimo la frecuentación de sus semejantes; se habitúa a hacer el vacío en su mente, expulsando de ella todas las presencias indiscretas; observa el cielo en las noches estrelladas; lee libros de astronomía; se familiariza con la idea de los espacios siderales hasta convertirla en un enser permanente de su amueblamiento mental. Después trata de conseguir que sus pensamientos tengan presentes contemporáneamente las cosas más cercanas y las más alejadas: cuando enciende la pipa, la atención a la llama del fósforo que la próxima vez debería dejarse aspirar hasta el fondo del hornillo iniciando la lenta transformación en brasas de las hebras de tabaco, no debe hacerle olvidar ni un instante la explosión de una supernova que se está produciendo en la Gran Nube de Magallanes en este mismo momento, es decir, hace unos millones de años. La idea de que todo en el universo se vincula y se responde no lo abandona nunca: una variación de luminosidad en la Nebulosa del Cangrejo o el adensarse de una aglomeración globular en Andrómena no pueden dejar de tener alguna influencia en el funcionamiento de su tocadiscos o en la frescura de las hojas de berro en su plato de ensalada.
Cuando está convencido de haber delimitado exactamente su propio lugar en medio de la muda extensión de las cosas que flotan en el vacío, entre el polvillo de acontecimientos actuales o posibles que flota en el espacio y en el tiempo, Palomar decide que ha llegado el momento de aplicar esa sabiduría cósmica a la relación con sus semejantes. Se apresura a volver a la sociedad, reanuda conocimientos, amistades, relaciones de negocios, somete a un atento examen de conciencia sus vínculos y sus afectos. Espera que se le extienda delante un paisaje humano finalmente neto, claro, sin niebla, en el que pueda moverse con gestos precisos y seguros. ¿Es así? Nada de eso. Comienza a enredarse en un embrollo de malentendidos, vacilaciones, compromisos, actos fallidos; las cuestiones más fútiles se vuelven angustiosas, las más graves se achatan; cada cosa que dice o hace resulta desmañada, fuera de lugar, indecisa. ¿Qué es lo que no funciona?
Esto: contemplando los astros se ha acostumbrado a considerarse un punto anónimo e incorpóreo, casi a olvidar que existe; para tratar ahora con los seres humanos no puede menos que ponerse en juego a sí mismo, y ya no sabe dónde está su yo. Frente a cada persona uno debería saber cómo situarse en relación a ella, estar seguro de las relaciones que le inspira la presencia del otro -aversión o atracción, ascendiente inmediato o impuesto, curiosidad o desconfianza o indiferencia, dominio o sometimiento, discipularidad o magisterio, espectáculo como actor o como espectador- y a partir de éstas y de las contrarreacciones del otro, establecer las reglas del juego que se aplicarán en la partida, decidir las movidas contramovidas. Por todo ello, antes de empezar a observar a los otros uno debería saber quién es. El conocimiento del prójimo tiene esto de especial: pasa necesariamente por el conocimiento de uno mismo; y eso es exactamente lo que falta a Palomar. No sólo se necesita conocimiento sino comprensión, acuerdo con los propios medios y fines y pulsiones, lo cual quiere decir posibilidad de ejercitar un dominio sobre las propias inclinaciones y acciones, controlarlas y dirigirlas pero no coartarlas ni sofocarlas. Las personas cuya justeza y naturalidad en cada palabra y gesto admira están, antes que en paz con el universo, en paz consigo mismas. Palomar, que no se ama, siempre se las ha arreglado para no encontrarse consigo mismo cara a cara; por eso ha preferido refugiarse entre las galaxias; ahora entiende que debía empezar por encontrar la paz interior. El universo tal vez pueda seguir tranquilo con sus cosas; él ciertamente no.
El camino que le queda es éste: se dedicará de ahora en adelante más al conocimiento de sí mismo, explorará la propia geografía interior, trazará el diagrama de los movimientos de su ánimo, obtendrá sus fórmulas y sus teoremas, apuntará su telescopio a las órbitas trazadas por el curso de su vida y no a las órbitas de las constelaciones..
Y he aquí que también esta nueva fase de su itinerario en busca de la sabiduría se cumple. Finalmente podrá tener la mirada dentro de sí. ¿Qué verá? ¿se le aparecerá su mundo interior como el calmo, inmenso girar de una espiral luminosa? ¿Verá navegar en silencio estrellas y planetas en las parábolas y las elipses que determinan el carácter y el destino? ¿Contemplará una esfera de circunferencia infinita que tiene el yo por centro y el centro en cada punto?
Abre los ojos: lo que se presenta a su mirada le parece haberlo visto ya todos los días: calles llenas de gentes que tienen prisa y se abren paso a codazos, sin mirarse a la cara, entre pareedes hostiles y descascaradas. En el fondo, en el cielo estrellado brillan fulgores intermitentes como un mecanismo trabado que se sacude y chirría en todos sus goznes no aceitados, vanguardia de un universo tambaleante, retorcido, sin quietud, como él.
Palomar - Ítalo Calvino
Esas dotes -piensa el señor Palomar con la nostalgia de quien no las tiene- son concedidas a quienes viven en armonía con el mundo. Para ellos es natural establecer un acuerdo no sólo con las personas, sino también con las cosas, con los lugares, las situaciones, las ocasiones, con el deslizarse de las constelaciones en el firmamento, con el aglutinarse de los átomos en las moléculas. Ese alud de acontecimientos simultáneos que llamamos universo no arrolla al afortunado que sabe escurrirse por los más minúsculos intersticios entre las infinitas combinaciones, permutaciones y cadenas de consecuencias, evitando las trayectorias de los meteoritos asesinos e interceptando al vuelo sólo los rayos benéficos. Al amigo del universo, el universo le es amigo. ¡Ojalá -suspira Palomas- pudiera yo también ser así!
Decide tratar de imitarlos. Todos sus esfuerzos de ahora en adelante, tenderán a lograr una armonía tanto con el género humano próximo a él como con la espiral más lejanda del sistema de las galaxias. Para comenzar, dado que con su prójimo tiene demasiados problemas, Palomar tratará de mejorar sus relaciones con el universo. Aleja y reduce al mínimo la frecuentación de sus semejantes; se habitúa a hacer el vacío en su mente, expulsando de ella todas las presencias indiscretas; observa el cielo en las noches estrelladas; lee libros de astronomía; se familiariza con la idea de los espacios siderales hasta convertirla en un enser permanente de su amueblamiento mental. Después trata de conseguir que sus pensamientos tengan presentes contemporáneamente las cosas más cercanas y las más alejadas: cuando enciende la pipa, la atención a la llama del fósforo que la próxima vez debería dejarse aspirar hasta el fondo del hornillo iniciando la lenta transformación en brasas de las hebras de tabaco, no debe hacerle olvidar ni un instante la explosión de una supernova que se está produciendo en la Gran Nube de Magallanes en este mismo momento, es decir, hace unos millones de años. La idea de que todo en el universo se vincula y se responde no lo abandona nunca: una variación de luminosidad en la Nebulosa del Cangrejo o el adensarse de una aglomeración globular en Andrómena no pueden dejar de tener alguna influencia en el funcionamiento de su tocadiscos o en la frescura de las hojas de berro en su plato de ensalada.
Cuando está convencido de haber delimitado exactamente su propio lugar en medio de la muda extensión de las cosas que flotan en el vacío, entre el polvillo de acontecimientos actuales o posibles que flota en el espacio y en el tiempo, Palomar decide que ha llegado el momento de aplicar esa sabiduría cósmica a la relación con sus semejantes. Se apresura a volver a la sociedad, reanuda conocimientos, amistades, relaciones de negocios, somete a un atento examen de conciencia sus vínculos y sus afectos. Espera que se le extienda delante un paisaje humano finalmente neto, claro, sin niebla, en el que pueda moverse con gestos precisos y seguros. ¿Es así? Nada de eso. Comienza a enredarse en un embrollo de malentendidos, vacilaciones, compromisos, actos fallidos; las cuestiones más fútiles se vuelven angustiosas, las más graves se achatan; cada cosa que dice o hace resulta desmañada, fuera de lugar, indecisa. ¿Qué es lo que no funciona?
Esto: contemplando los astros se ha acostumbrado a considerarse un punto anónimo e incorpóreo, casi a olvidar que existe; para tratar ahora con los seres humanos no puede menos que ponerse en juego a sí mismo, y ya no sabe dónde está su yo. Frente a cada persona uno debería saber cómo situarse en relación a ella, estar seguro de las relaciones que le inspira la presencia del otro -aversión o atracción, ascendiente inmediato o impuesto, curiosidad o desconfianza o indiferencia, dominio o sometimiento, discipularidad o magisterio, espectáculo como actor o como espectador- y a partir de éstas y de las contrarreacciones del otro, establecer las reglas del juego que se aplicarán en la partida, decidir las movidas contramovidas. Por todo ello, antes de empezar a observar a los otros uno debería saber quién es. El conocimiento del prójimo tiene esto de especial: pasa necesariamente por el conocimiento de uno mismo; y eso es exactamente lo que falta a Palomar. No sólo se necesita conocimiento sino comprensión, acuerdo con los propios medios y fines y pulsiones, lo cual quiere decir posibilidad de ejercitar un dominio sobre las propias inclinaciones y acciones, controlarlas y dirigirlas pero no coartarlas ni sofocarlas. Las personas cuya justeza y naturalidad en cada palabra y gesto admira están, antes que en paz con el universo, en paz consigo mismas. Palomar, que no se ama, siempre se las ha arreglado para no encontrarse consigo mismo cara a cara; por eso ha preferido refugiarse entre las galaxias; ahora entiende que debía empezar por encontrar la paz interior. El universo tal vez pueda seguir tranquilo con sus cosas; él ciertamente no.
El camino que le queda es éste: se dedicará de ahora en adelante más al conocimiento de sí mismo, explorará la propia geografía interior, trazará el diagrama de los movimientos de su ánimo, obtendrá sus fórmulas y sus teoremas, apuntará su telescopio a las órbitas trazadas por el curso de su vida y no a las órbitas de las constelaciones.
Y he aquí que también esta nueva fase de su itinerario en busca de la sabiduría se cumple. Finalmente podrá tener la mirada dentro de sí. ¿Qué verá? ¿se le aparecerá su mundo interior como el calmo, inmenso girar de una espiral luminosa? ¿Verá navegar en silencio estrellas y planetas en las parábolas y las elipses que determinan el carácter y el destino? ¿Contemplará una esfera de circunferencia infinita que tiene el yo por centro y el centro en cada punto?
Abre los ojos: lo que se presenta a su mirada le parece haberlo visto ya todos los días: calles llenas de gentes que tienen prisa y se abren paso a codazos, sin mirarse a la cara, entre pareedes hostiles y descascaradas. En el fondo, en el cielo estrellado brillan fulgores intermitentes como un mecanismo trabado que se sacude y chirría en todos sus goznes no aceitados, vanguardia de un universo tambaleante, retorcido, sin quietud, como él.
Palomar - Ítalo Calvino
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