lunes, 27 de octubre de 2008

El universo como espejo

Al señor Palomar le hace padecer mucho su dificultad de relacionarse con el prójimo. Envidia a las personas que tienen el don de encontrar siempre la cosa justa que decir, el modo justo de dirigirse a cada uno; que se sienten cómodas con quien quiera que se encuentren y ponen cómodos a los demás; que moviéndose con ligereza entre las gentes perciben en seguida cuándo deben defenderse y tomar sus distancia y cuándo suscitar simpatía y confianza; que dan lo mejor de sí en la relación con los demás e incitan a los demás a dar lo mejor de sí; que saben de inmediato cómo valorar una persona en relación con ellos y en términos absolutos.
Esas dotes -piensa el señor Palomar con la nostalgia de quien no las tiene- son concedidas a quienes viven en armonía con el mundo. Para ellos es natural establecer un acuerdo no sólo con las personas, sino también con las cosas, con los lugares, las situaciones, las ocasiones, con el deslizarse de las constelaciones en el firmamento, con el aglutinarse de los átomos en las moléculas. Ese alud de acontecimientos simultáneos que llamamos universo no arrolla al afortunado que sabe escurrirse por los más minúsculos intersticios entre las infinitas combinaciones, permutaciones y cadenas de consecuencias, evitando las trayectorias de los meteoritos asesinos e interceptando al vuelo sólo los rayos benéficos. Al amigo del universo, el universo le es amigo. ¡Ojalá -suspira Palomas- pudiera yo también ser así!
Decide tratar de imitarlos. Todos sus esfuerzos de ahora en adelante, tenderán a lograr una armonía tanto con el género humano próximo a él como con la espiral más lejanda del sistema de las galaxias. Para comenzar, dado que con su prójimo tiene demasiados problemas, Palomar tratará de mejorar sus relaciones con el universo. Aleja y reduce al mínimo la frecuentación de sus semejantes; se habitúa a hacer el vacío en su mente, expulsando de ella todas las presencias indiscretas; observa el cielo en las noches estrelladas; lee libros de astronomía; se familiariza con la idea de los espacios siderales hasta convertirla en un enser permanente de su amueblamiento mental. Después trata de conseguir que sus pensamientos tengan presentes contemporáneamente las cosas más cercanas y las más alejadas: cuando enciende la pipa, la atención a la llama del fósforo que la próxima vez debería dejarse aspirar hasta el fondo del hornillo iniciando la lenta transformación en brasas de las hebras de tabaco, no debe hacerle olvidar ni un instante la explosión de una supernova que se está produciendo en la Gran Nube de Magallanes en este mismo momento, es decir, hace unos millones de años. La idea de que todo en el universo se vincula y se responde no lo abandona nunca: una variación de luminosidad en la Nebulosa del Cangrejo o el adensarse de una aglomeración globular en Andrómena no pueden dejar de tener alguna influencia en el funcionamiento de su tocadiscos o en la frescura de las hojas de berro en su plato de ensalada.
Cuando está convencido de haber delimitado exactamente su propio lugar en medio de la muda extensión de las cosas que flotan en el vacío, entre el polvillo de acontecimientos actuales o posibles que flota en el espacio y en el tiempo, Palomar decide que ha llegado el momento de aplicar esa sabiduría cósmica a la relación con sus semejantes. Se apresura a volver a la sociedad, reanuda conocimientos, amistades, relaciones de negocios, somete a un atento examen de conciencia sus vínculos y sus afectos. Espera que se le extienda delante un paisaje humano finalmente neto, claro, sin niebla, en el que pueda moverse con gestos precisos y seguros. ¿Es así? Nada de eso. Comienza a enredarse en un embrollo de malentendidos, vacilaciones, compromisos, actos fallidos; las cuestiones más fútiles se vuelven angustiosas, las más graves se achatan; cada cosa que dice o hace resulta desmañada, fuera de lugar, indecisa. ¿Qué es lo que no funciona?

Esto: contemplando los astros se ha acostumbrado a considerarse un punto anónimo e incorpóreo, casi a olvidar que existe; para tratar ahora con los seres humanos no puede menos que ponerse en juego a sí mismo, y ya no sabe dónde está su yo. Frente a cada persona uno debería saber cómo situarse en relación a ella, estar seguro de las relaciones que le inspira la presencia del otro -aversión o atracción, ascendiente inmediato o impuesto, curiosidad o desconfianza o indiferencia, dominio o sometimiento, discipularidad o magisterio, espectáculo como actor o como espectador- y a partir de éstas y de las contrarreacciones del otro, establecer las reglas del juego que se aplicarán en la partida, decidir las movidas contramovidas. Por todo ello, antes de empezar a observar a los otros uno debería saber quién es. El conocimiento del prójimo tiene esto de especial: pasa necesariamente por el conocimiento de uno mismo; y eso es exactamente lo que falta a Palomar. No sólo se necesita conocimiento sino comprensión, acuerdo con los propios medios y fines y pulsiones, lo cual quiere decir posibilidad de ejercitar un dominio sobre las propias inclinaciones y acciones, controlarlas y dirigirlas pero no coartarlas ni sofocarlas. Las personas cuya justeza y naturalidad en cada palabra y gesto admira están, antes que en paz con el universo, en paz consigo mismas. Palomar, que no se ama, siempre se las ha arreglado para no encontrarse consigo mismo cara a cara; por eso ha preferido refugiarse entre las galaxias; ahora entiende que debía empezar por encontrar la paz interior. El universo tal vez pueda seguir tranquilo con sus cosas; él ciertamente no.
El camino que le queda es éste: se dedicará de ahora en adelante más al conocimiento de sí mismo, explorará la propia geografía interior, trazará el diagrama de los movimientos de su ánimo, obtendrá sus fórmulas y sus teoremas, apuntará su telescopio a las órbitas trazadas por el curso de su vida y no a las órbitas de las constelaciones. .
Y he aquí que también esta nueva fase de su itinerario en busca de la sabiduría se cumple. Finalmente podrá tener la mirada dentro de sí. ¿Qué verá? ¿se le aparecerá su mundo interior como el calmo, inmenso girar de una espiral luminosa? ¿Verá navegar en silencio estrellas y planetas en las parábolas y las elipses que determinan el carácter y el destino? ¿Contemplará una esfera de circunferencia infinita que tiene el yo por centro y el centro en cada punto?
Abre los ojos: lo que se presenta a su mirada le parece haberlo visto ya todos los días: calles llenas de gentes que tienen prisa y se abren paso a codazos, sin mirarse a la cara, entre pareedes hostiles y descascaradas. En el fondo, en el cielo estrellado brillan fulgores intermitentes como un mecanismo trabado que se sacude y chirría en todos sus goznes no aceitados, vanguardia de un universo tambaleante, retorcido, sin quietud, como él.


Palomar - Ítalo Calvino


Del morderse la lengua

En una época y en un país en que todos se despepitan por proclamar opiniones o juicios, el señor Palomar ha adquirido la costumbre de morderse la lengua tres veces antes de hacer cualquier afirmación. Si al tercer mordisco aún sigue convenvido de lo que iba a decir, lo dice; si no, se calla. En realidad, pasa semanas y meses enteros en silencio.
Buenas ocasiones para callar no faltan nunca, pero se da también el raro caso de que el señor Palomar lamente no haber dicho algo que hubiese podido decir en el momento oportuno. Se da cuenta de que los hechos han confirmado lo que él pensaba, y que si entonces hubiera expresado su pensamiento, habría tenido alguna influencia positiva, por mínima que fuese, sobre lo ocurrido. En esos casos su ánimo se divide entre la complacencia por haber pensado justo y un sentimiento de culpa por su excesiva reserva. Sentimientos ambos tan fuertes uqe está tentado de expresarlos con palabras; pero después de haberse mordido la lengua tes veces, también él se convence de que no tiene ningún motivo ni de orgullo ni de remordimiento.
Haber pensado correctamente no es un mérito: estadísticamente, es casi inevitable que entre las muchas ideas equivocadas, confusas o triviales que se presentan a la mente, alguna sea atinada o directamente genial; y así como le ha ocurrido a él, puede ser cierto que se le hubiese ocurrido también a otro.
Más discutible es el juicio sobre el no haber manifestado su pensamiento. En tiempos de silencio general, conformarse con el callar de los más es sin duda culpable. En tiempos en que todos dicen demasiado, lo importante no es tanto decir la cosa justa, que de todos modos se perdería en la inundación de palabras, como decirla a partir de premisas y con las consecuencias implícitas que den a la cosa el máximo valor. Pero entonces, si el valor de una sola afirmación reside en la continuidad o coherencia del discurso en que se inserta, la única elección posible es entre hablar continuamente y no hablar nunca. En el primer caso el señor Palomar revelaría que su pensamiento no avanza en línea recta sino en zigzag, a través de oscilaciones, desmentidos, correcciones en medio de las cuales la justeza de su afirmación se perdería. En cuanto a la segunda alternativa, implica un arte del callar más difícil aún que el arte de decir.
En realidad, también el silencio puede ser considerado un discurso, en cuanto rechazo del uso que los otros hacen de la palabra; pero el sentido de este silencio-discurso está en sus interrupciones, esto es, en lo que de vez en cuando se dice y que da un sentido a lo que se calla.
O mejor aún: un silencio puede servir para excluir ciertas palabras o si no, para tenerlas en reserva a fin de que se puedan usar en una ocasión mejor. Así como una palabra dicha ahora puede ahorrarme cien mañana o bien obligarme a decir otras mil. «Cada vez que me muerdo la lengua ‑concluye mentaltnente el señor Palomar‑ debo pensar no sólo en lo que estoy por decir o no decir, sino en todo lo que si digo o no digo será dicho o no dicho por mí o por otros.» Formulado este pensamiento, se muerde la lengua y se queda en silencio.

(Palomar - Ítalo Calvino)

--> véase la referencia al final de página, la fotografía de Hermenegildo

jueves, 23 de octubre de 2008

Cansancio

Cansado.
¡Sí!
Cansado
de usar un solo bazo,
dos labios,
veinte dedos,
no sé cuántas palabras,
no sé cuántos recuerdos,
grisáceos,
fragmentarios.

Cansado,
muy cansado
de este frío esqueleto,
tan púdico,
tan casto,
que cuando se desnude
no sabré si es el mismo
que usé mientras vivía.

Cansado.
¡Sí!
Cansado
por carecer de antenas,
de un ojo en cada omóplato
y de una cola auténtica,
alegre,
desatada,
y no este rabo hipócrita,
degenerado,
enano.

Cansado,
sobre todo,
de estar siempre conmigo,
de hallarme cada día,
cuando termina el sueño,
allí, donde me encuentre,
con las mismas narices
y con las mismas piernas;
como si no deseara
esperar la rompiente con un cutis de playa,
ofrecer, al rocío, dos senos de magnolia,
acariciar la tierra con un vientre de oruga,
y vivir, unos meses, adentro de una piedra.

Oliverio Girondo

miércoles, 8 de octubre de 2008

Nocturno I


No soy yo quien escucha
ese trote llovido que atraviesa mis venas.

No soy yo quien se pasa la lengua entre los labios,
al sentir que la boca se me llena de arena.

No soy yo quien espera,
enredado en mis nervios,
que las horas me acerquen el alivio del sueño,
ni el que está con mis manos, de yeso enloquecido,
mirando, entre mis huesos, las áridas paredes.

No soy yo quien escribe estas palabras huérfanas.

Girondo - Persuasión de los días

sábado, 4 de octubre de 2008

"Fumar"

Ítalo Svevo - La conciencia de Zeno - Fragmento del capítulo III

Ahora que me encuentro aquí, analizándome, me asalta una duda: tal vez amé tanto el cigarrillo para poder echarle la culpa de mi incapacidad. Si dejaba de fumar, ¿me habría convertido en el hombre ideal y fuerte que soñaba ser? Quizás haya sido esa duda la que me ligó al vicio, porque es un cómodo modo de vivir el de creerse grande, con una grandeza latente. Planteo dicha hipótesis para explicar mi debilidad juvenil, pero sin una decidida convicción. Ahora que soy viejo y nadie me exige nada, continúo moviéndome entre el cigarrillo y el propósito, del propósito al cigarrillo. ¿Qué significan hoy esos propósitos?
(...) Me parece que el cigarrillo tiene un gusto más intenso cuando es el último. Los otros también tienen un gusto especial, pero menos intenso. El último toma su sabor del sentimiento de la victoria sobre uno mismo y de la esperanza de un cercano futuro de vigor y salud. Los otros también tienen su importancia, porque al encenderlos se consolida la propia libertad y el futuro de vigor y salud sigue estando, pero un poco más lejano.
Las fechas en las paredes de mi habitación estaban escritas con los más variados colores e incluso al óleo. El propósito, que renovaba con la fe más ingenua, encontraba adecuada expresión en la fuerza del color, que debía hacer palidecer el empleada para el propósito anterior. Prefería ciertas fechas por la concordancia de sus cifras. Del siglo pasado recuerdo una fecha que me parecía sellar para siempre el ataúd donde quería poner mi vicio: "Noveno día del noveno mes de 1899". Significativa, ¿no es cierto? El nuevo siglo me deparó fechas igualmente musicales: "Primer día del primer mes de 1901". Todavía hoy me parece que si esa fecha pudiera repetirse, sabría comenzar una nueva vida.
Pero en el calendario no faltan las fechas y con un poco de imaginación cada una de ellas podría servir para un buen propósito. Recuerdo, porque me parecía contener un imperativo supremamente categórico, la siguiente: "Tercer día del sexto mes de 1912, hora 24". Suena como si cada una de las cifras duplicara la apuesta.
El año 1913 me procuró un instante de vacilación. Sólo faltaba el decimotercer mes para hacerlo coincidir con el año. Pero no se crea que deben suceder tantas coincidencias en una fecha para dar relieve a un último cigarrillo. Muchas fechas que encuentro anotadas en libros o en cuadros preferidos resaltan por su deformidad. Por ejemplo, el tercer día del segundo mes de 1905, hora seis. Si se piensa bien tiene su ritmo, porque toda simple cifra niega la anterior. Muchos acontecimientos, en especial desde la muerte de Pío IX hasta el nacimiento de mi hijo, me parecieron dignos de ser festejados con el mismo, férreo propósito. En la familia todos se asombran de mi memoria para nuestros aniversarios, los felices y los tristes, y me creen ¡tan bueno!

jueves, 2 de octubre de 2008

Sue


To avoid a lawsuit.
we'll just call her Sue
(or "that girl who likes
to sniff lots of glue")

The reason I know
that this is the case
is when she blows her nose,

kleenex sticks to her face.




Tim Burton

Voodoo girl


Her skin is white cloth,
and she's all sewn apart
and she has many colored pins

sticking out of her heart.

She has a beautiful set

of hypno-disk eyes,
the ones that she uses
to hypnotize guys.

She has many different zombies
who are deeply in her trance.
She even has a zombie
who was originally from France.

But she knows she has a curse on her,
a curse she cannot win.
For if someone gets
too close to her,

the pins stick farther in.

Tim Burton